15/2/10

fragmento de una carta


Lo último que se pierde es la esperanza, dicen. Pero llevamos años luchando sin esperanzas y seguimos perdiendo todavía. Ni siquiera nos queda la muerte.
Todavía se habla de retirada estratégica, de planes para la victoria. No soportaríamos la victoria. Imponer nuestros ideales y ver como el mundo se hunde de todos modos. Alguna vez creímos que teníamos la razón de nuestra parte. No es imposible que la hayamos tenido. Sin embargo ver a lo que nos ha llevado sostener esa idea parece un grito de alerta. Quizá sea la propia idea pidiendo su muerte.
Quién dijo que las ideas no mueren? He visto morir a un hombre, un hombre que podía tocar. Apenas me queda su imagen. De una idea tengo menos que eso, y nunca pude tocarla. He pensado en eso algunas noches, las noches que aún podemos pensar. Quizá la idea es el recuerdo de algo que está muerto, algo que ni siquiera vimos morir. O algo que matamos al pensarla.
Podríamos rendirnos, conservar la vida. Dejar que las cosas sigan su antiguo curso. Para cambiar ese curso tomamos las armas. Preferíamos morir antes que continuar con toda esa farsa. Claro, entonces no creíamos en la muerte.
La muerte ni siquiera era para el enemigo. Esa sombra que se desplomaba tras la mira de un fusil no podía ser la muerte. Luego vimos caer a nuestro hermano, a nuestro amigo, a nuestro amante. Se han vuelto parte de la trinchera.
La trinchera se sostiene con calaveras. Pero no la trinchera: la tierra. La trinchera es sólo la boca. La boca que nos traga, que nos mastica, que nos traga. Es la boca que nos mata, pero no deja de ser un bostezo. Nuestra muerte la alimenta y la aburre. Pronto ha de cerrarse. Entonces plantaran trigo, vid, cebada sobre estos campos. Los cuerpos serán tierra otra vez, tierra sin nombre. Construirán ciudades y brindaran con ese vino por el que sigue corriendo nuestra sangre.
Ves, ya te hablo como un muerto, mi propia muerte es un hecho tan seguro que no me considero entre los vivos. Aún se puede perder la vida luego de perder la esperanza, y todavía queda algo que perder.
Cierto placer me acompaña sin embargo. Debo confesarte que por las noches, cuando escuchamos a lo lejos las canciones de nuestros enemigos, ya seguros de su victoria, imagino sus rostros en veinte, en treinta años. Los veo ante el mundo que defendieron, el que ayudaron a construir. Veo como ese mundo les escupe, como escupe a sus hijos, y descubren que aún así, traicionados por ellos mismos, con toda esperanza perdida, pueden seguir viviendo.
Ese es el lazo que me une a todos los hombres.

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