Llegaron entonces el maestro y el pequeño aprendiz al borde de un río y acamparon, y con las luces de la mañana cruzaron por un puente hasta una gran ciudad que se alzaba al otro lado. Cómo todas las ciudades en aquel entonces, esta era una ciudad fantasma, donde no corría un solo ser, y los únicos pájaros eran las bolsas de plástico que llevaba el viento.
“Esta es la ciudad de los espejos”, dijo el maestro. Y parecía una obviedad, pues toda la ciudad estaba compuesta de edificios espejados, algunos trozos se habían desprendido con el tiempo, y estaban aquí o allá. El pequeño aprendiz se miraba intrigado en aquellos vidrios filosos, y el maestro le dijo:
“De aquellos encuentros de Sorh y Lesia, del amor que se tenían, nació un niño que era dos: Azfart, que en una lengua muy antigua significa ‘ambos’.
Azfart era uno y dos al mismo tiempo, era un hombre repetido y unido.”
“cómo puede ser eso” dijo el pequeño aprendiz.
El maestro entonces movió un espejo, y lo puso contra el niño.
“Ves tu reflejo –dijo el maestro- pegado a ti mismo? Así estaba Azfart pegado a sí mismo”
El niño asintió, quizá un poco confundido, pero el maestro ya seguía su historia.
“Azfart era muy fuerte, y su fuerza no podía quedar ociosa, caminaba largos trechos, creaba cavernas a golpes en las montañas, y en las montañas descubrió los metales, y fue el primer ser que forjó herramientas.
Por su otra parte, Azfart era muy sabio, y había descubierto las propiedades de las plantas, y sabía curar, envenenar, disecar, y producir toda clase de reacciones en seres vivos e inanimados.
Juntos (por decirlo de algún modo), Azfart construyó máquinas con las que ordenó la tierra y los ríos, y creo espadas, con las que cazaba elefantes y leones, y se arrojaba al mar a luchar contra inmensas criaturas que uno no podría imaginar, por su tamaño, sobre la tierra. Todo esto lo veía el espíritu, el mismo espíritu que una vez devolvió la vida a Lesia. Y veía que Azfart era feliz, y que su felicidad regocijaba a sus enemigos. Así que decidió acabar con esa felicidad.
Encontró entonces a Azfart en la orilla de un gran río, que entonces no tenía nombre, y hoy es el ‘río espejo’, este que cruza ante nosotros, y a cuya vera se ha alzado esta ciudad toda de espejos.
-Tú eres más fuerte, dijo entonces a la parte de Azfart que afilaba la espada una noche, mientras su otra parte dormía.
-Quién eres y a qué te refieres? Contestó y el espíritu dijo:
-Soy el espíritu de la tierra, y te he visto golpear las montañas y hacer de las rocas polvo, y dictar a los ríos su curso, y he visto que tus brazos son fuertes, pero temo que no tanto como podrían.
-Qué quieres decir? Preguntó el medio Azfart.
-Qué unido siempre a tu otra mitad, nunca serás tú mismo por completo, dijo el espíritu, y así siguió hablando a esta parte de Azfart, hasta que la otra mitad de sí mismo despertó.
El espíritu se esfumó entonces, y la parte que había conversado con él le dijo a la otra que recién despertaba:
-He pensado que debemos separarnos.
-Como podríamos? Contestó, estamos unidos por la carne, sería una herida mortal.
-Tienes miedo? Contestó la otra parte.
-No tengo miedo, pero no sobreviviremos a una herida así.
-Eres cobarde, como dijo el espíritu, debemos separarnos, o tu cobardía me debilitará.
La otra mitad quiso preguntar ‘qué espíritu’, o defenderse de tal acusación, pero ya el otro blandía la espada y de un tajo separó los dos cuerpos. La herida en verdad era tan grande que palidecieron de inmediato, y hubieran muerto si no fuera por que Sorh, que entonces llegaba desde el este, vio a sus hijos muriendo y bajó en su ayuda. Con fuego cerró las heridas, y siguió su curso, porque entonces llevaba caminando en la misma dirección por tanto tiempo que simplemente no podía evitar hacerlo. Por la noche, Lesia los bañó y bajó su fiebre. Y día tras día, por el cuidado de sus padres, Azfart, que ahora eran dos, se recuperó hasta que ambos estuvieron de pié.
-Ahora ya no somos uno, y somos enemigos, dijo la parte que los había separado. –ahora mi nombre es Ulorc, el fuerte.
-Y mi nombre ya no puede ser el de ambos, será hoy el de Vasdel, el sabio.
Y se hubieran separado, y en el mundo aún todos tendríamos un doble caminando en dirección opuesta, pero el espíritu, invisible, se había posado en el oído de Ulorc, y ya le decía:
-Vasdel es celoso de tu fuerza, y la teme. Conoce los secretos de la tierra, y te traicionará matándote con alimentos corruptos, o clavando un dardo venenoso imperceptible en tu piel, no debes dejarlo vivir.
Y Ulorc se lanzó sobre Vasdel, y Vasdel se defendió como pudo, pues también iba armado, pero de ningún modo era tan fuerte. Finalmente la espada de Ulorc conoció la carne de Vasdel, y sus huesos.
Sacó de la herida Ulorc su espada, y vio lo que había hecho, y horrorizado se arrojó al río.
Pero Vasdel no había muerto, sino que agonizaba todavía, y arrastrándose llegó a la ribera, y vio a su hermano hundirse, y pensó:
-No quiero que mueras, por que eres también yo mismo, y no puedo dejarte vivir.
Y con un conjuro que vino a él desde la muerte, porque ya estaba tan cerca de la muerte que podía saber cuanto al otro lado se sabía, convirtió el cuerpo de Ulorc en un reflejo, en un ser que no es realmente, que no tiene cabida en este mundo, sino en otro”.
“Y mi reflejo entonces, -interrumpió el pequeño aprendiz- es mi hermano atrapado en otro mundo?”
“No –contestó el maestro- eres tu mismo, como Ulorc era parte de Vasdel, y Vasdel de Ulorc.”
“Y el cuerpo de Ulorc quedó atrapado en este río?” preguntó el chico.
“No fue en verdad su cuerpo, sino su alma –contestó el maestro-, es difícil decirlo, pero su cuerpo volvió entonces a Vasdel, también condenado a repetirlo, pero sin expresión, sino solamente su figura, como tu sombra y la mía”
Y el maestro vio que su aprendiz se confundía irremediablemente, y buscó dos trozos iguales de espejos, los puso cara a cara y dijo:
“Qué pasa cuando enfrento un espejo a otro espejo?”
“Uno refleja al otro” contestó el pequeño
“y a la vez este es reflejado por el otro, es cierto?”
“sí” dijo el pequeño.
“Pero si un espejo refleja una imagen, al estar reflejando su propia imagen que refleja su imagen que refleja su imagen una y otra vez hasta el infinito, qué es lo que en verdad refleja?”
Los ojos del pequeño aprendiz parecían no caber en sus cuencas ante esta incógnita, que en un inicio parecía tan simple.
“Nada es simple con los espejos -dijo el maestro dejándolos de lado-, así que si no los entiendes, no te preocupes, nadie nunca los ha comprendido del todo”.
El pequeño suspiró aliviado, y el maestro pensó que debía dejarlo descansar, que la historia a continuación era todavía más horrible, y temía quebrantar el espíritu frágil del niño. El camino era largo todavía.
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