En el mar no hay más caminos que la efímera estela que dibujan los navíos a su paso. Confiamos en la brújula, en las estrellas, en mapas trazados por una mano a veces olvidada o desconocida, en objetos absurdos para tal empresa. Sin embargo no es imposible navegar de un punto a otro, es lo esperado, tanto que lo creemos lógico, la diferencia radica en que en lógica no hay sorpresas, pero en el mar sí. Entonces la razón no puede sino dar un paso al costado y observar, o taparse los ojos de miedo, como la de Télpenar, que durante la tormenta y la deriva no quiso mirar ni de asomo. Así fue que al despertar en la playa, no podía saber con certeza que ocurrió; y, de no sentir cien clavos horadándole los músculos, habría jurado que la muerte lo dejó varado en el paraíso.
Poco más allá de la arena comenzaba una suerte de bosque, y ahí se internó buscando con que saciar su hambre, sin entender la variedad de aquella vegetación, ni encontrar frutos conocidos o de apariencia comestible. Así buscando llegó a un claro donde un árbol solo se alzaba. Sus ramas se agitaban como saludando, y de la madera y el viento surgía una música ondulante y repetida. Del árbol pendían frutos granas como un puño de pocos años similares en forma a los duraznos. Télpenar tomó uno y tirando combó la rama que lo sostenía. Entonces todo el árbol pareció gritar, el fruto se desprendió, y un aullido largo se alejó del claro, restando el árbol inmóvil.
Entonces en el bosque se encendieron luces y gritos de horror. Pronto Télpenar se vio rodeado de rostros consternados que los tomaron prisionero y lo llevaron a la ciudad. Mucho tardaron los habitantes del bosque en comprender la lengua de Télpenar, y no se mostraron dispuestos a enseñarle la suya hasta saber quien era y porque había liberado al espíritu del árbol de la música. Cuando terminaron el interrogatorio lo disculparon por su ignorancia y se lamentaron por haber bajado la guardia, no apostando centinelas previendo el paso de cualquier extranjero que desconociera la tradición.
En verdad ni aún ellos la tomaban en cuenta. La respetaban más por costumbre que por miedo. Lo que sabían del árbol de la música venía de canciones tan antiguas que su origen se había perdido. Contaban que un espíritu, corrompido por el señor obscuro en los tiempos de la guerra de los dioses, acosaba a toda criatura viviente poseyendo su cuerpo y escarbando su mente, pervirtiendo así sus actos y pensamientos. Poco podía hacerse en su contra más que huir cuando un viento cálido soplaba, ya que esa forma tomaba en sus correrías. Hasta que un día el dios del aire pidió a su hermana, diosa de la tierra, que haga un árbol tal que, soplando el viento entre sus ramas, sonara la melodía que en el comienzo de los tiempos -cuando todo era música- se había hecho para ese espíritu. Hecho el árbol, atrajeron al viento, que al atravesarlo reconoció la melodía, y regocijado en ella vivió allí desde entonces, hasta que Télpenar arrancó un fruto, rompiendo el perfecto equilibrio necesario para que el árbol sonara de ese modo. Así el viento enfurecido volvió al horror y la sombra.
Al enterarse de esto, Télpenar se supo culpable e ideó un plan para enmendar su falla. Sus nociones de música eran escasas, pero aprendió a tocar el arpa, y con ayuda del pueblo del bosque –que la conocía de memoria- transcribió la canción a su instrumento. Cuando la hubo aprendido bien fue a tocarla al claro para que el espíritu lo escuche.
Poco tardó el espíritu en oír el sonido de las cuerdas. Al encontrar a Télpenar tocando el arpa se apoderó de él, y con su mente y sus manos siguió tocando. Tocó por tantos años que ya no pudo abandonar el cuerpo del náufrago, y quedó atrapado en su carne, gastando todo su poder en mantenerlo ejecutando la música por décadas y décadas, hasta que en un último acorte agotó sus fuerzas, y el cuerpo se desmoronó en cenizas que la brisa vespertina sacudió.
Mucho lo lloraron en el pueblo y su sacrificio fue recordado entre ellos como el más grande realizado por un hombre solo. Para su sorpresa, con los meses aparecieron en el bosque verdes retoños donde habían caído las cenizas. Con los años los retoños se volvieron árboles - hermanos del viejo árbol de la música- y en ellos, cuando sopla el viento, escucharon la antigua música del espíritu que les recordó siempre a Télpenar, y su nombre no fue olvidado hasta el fin de los días del bosque.
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