23/12/10

L'histoire de ce roi mort de n'avoir pas pu te rencontrer


-Yo vivía en un reino lejano, más allá de los muros del emperador de oriente, donde el mar no se curva y continúa fluyendo. El sol sobre el rocío mostraba todos sus rostros, ninguna joya se codiciaba tanto como la mínima lágrima de alegría, nadie maniataba a las rosas porque el aire era serenata de perfumes, la moneda más valiosa era una sonrisa agradecida y la forja de las armas un oficio nunca pensado. Recuerdo aquellos tiempos no sin culpa, porque yo acabé con ellos.
-¿Cómo?- preguntó ella, mientras trataba de interpretar la sombra en sus ojos. Él los cerró para recordar mejor, tal vez para ocultarlos.
-La reina murió; el rey, que la había amado innumerables años, no soportó la pérdida; su mente se volvió negra y en su pena quiso esparcir su pena en el reino: atizó querellas, puso precio al gozo volviéndolo casi inaccesible. Yo y muchos otros pensamos derrocarlo. Éramos cientos y pedimos concejo al sabio Dôm, anciano como los cimientos del planeta. Él, que sabía cuanto puede saberse, nos reveló que los destinos de nuestra tierra estaban unidos al rey. Debíamos curarlo si deseábamos volver los tiempos de gracia, o perecer. Sin embargo también él ignoraba el remedio a su miseria. “Pero crece en los montes que sostienen el cielo una hierba regada con la sangre de los dioses –nos dijo-, tal hierba contiene en sí la respuesta a todo el misterio del cosmos, pero quien la usa, consumido por ella, morirá”. No pocos se ofrecieron para el sacrificio, pero el sabio replicó: “Yo he vivido demasiado sólo para recoger conocimiento, ya deseo reunirme con mis primeros hermanos en la morada que me depara el destino, traigan la hierba y les daré la respuesta, y luego me marcharé sabiéndolo todo”. “Así sea” nos dijimos, y emprendimos la busca. Importó más tedio que peligro sin que este fuera poco. Ahora no interesa recordarlo. Lo que cuenta es que encontré la hierba y la llevé al anciano Dôm, que la quemó y aspirando el humo púrpura de la combustión me dijo lo que debía encontrar para salvar al rey, antes de perderse en el paroxismo del saber absoluto.
-¿Y lo encontraste?- dijo ella.
-Sí- contestó –y me negué a llevarlo al reino.
-¿Por qué?
-El rey vive en el centro del palacio –contestó- en la torre más alta. sólo se llega a él como súplica: dices tu mensaje al guardia de los jardines, que lo pasa al retirarse al que vigila la puerta del segundo muro; él lo transmite al guardia del tercer muro, quien se lo dice al guardia del salón; él, al guardia de la primera planta y el mensaje pasa del mismo modo, piso a piso, hasta la antecámara del rey. Allí el último guardia lo anota en una hoja y deja el papel en el buzón del trono real. La respuesta sólo se conoce si un día la petición se cumple, pero el rey nunca se pronuncia.
-¿Y qué debías encontrar?
-Dijo el sabio que cuando murió la reina, el lacrimario donde guardaba todas sus alegrías se volcó en el fuego del hogar, el vapor saltó por la almenas del palacio hasta una nube. En la nube viajó por todo el mundo llegando hasta lejanas montañas donde se precipitó con la lluvia y bajó en torrentes a regar las viñas del país del vino, las uvas bebieron las lágrimas y de las uvas se hizo el vino que en una botella viajo a un pequeño país, de la botella pasó a las copas en que brindaba una pareja y se mezcló con su sangre. Con las lágrimas en la sangre concibieron una niña tan hermosa que no podrían cantarla todos los bardos del mundo. Era esa niña, que llevaba en sí las lágrimas de la reina, a quien debía conducir al rey para salvar mi país.
Al llegar a ese punto calló. Miró sus ojos grandes como soles de otoño. Todo él era un nudo en la garganta. Tocó su mejilla, dibujó un camino azul desde sus pómulos a sus labios, bajó por su cuello al surco entre sus pechos y apoyó la palma abierta contra su corazón. Sintió sus latidos y dijo:
-Pero cuando te encontré ya no quise perderte.

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