En ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia, como se asoma un niño tembloroso se asomó la luna a la ventana de mi cuarto. Como incontables dedos minúsculos los rayos se agarraron del alfeizar y tanteando bajaron la pared, marcharon como un ejercito -terribilis ut castrorum acies ordinata-, arribaron a mi cama, y cada rayo, como una aguja, se hundió en un poro, y todos comenzaron a bordar nombres imposibles en mi piel. Leía cardo, hoz, lenitiva y en el tejido de una letra que se perdía en otra creía escuchar su voz –pero no su voz, más bien esa voz suya que sonaba dentro de mí cuando leía sus cartas.
En las altas eles, en la ganzúa de una ge ensartada en una zeta, en las equis tímidas y las tes que parecían una cruz de la que hubieran desclavado a un cristo sin milagros, podía sentir su lengua deletreando miserere, albornoz, disociación sobre mi lengua; sus labios en mi cuello diciendo la mort, la mer, l’amour en un francés tan feo; recitar en un inglés peor el comienzo de Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul; decirme en húngaro lo que nunca me dijo en castellano: szeretlek.
En el entramado de acantos, volutas y zarcillos se dibujaba un paisaje conocido pero difuso, un país visitado en sueños visto en el espejo de un lago sobre el que se precipitara una leve lluvia...
*
Al despertar supe que había muerto, que volvió a cubrirme “de oro y de luces”, no sé si sonreí. Cuando me dieron la noticia me encogí de hombros, lo habrán tomado como un gesto frío. No importa.
No fui al entierro. Quise hacerle mi propio homenaje: desnuda ante el espejo me pasé la tarde leyendo todo lo que había escrito con dedos, lengua, labios, lo que había borrado con sus uñas para escribir de vuelta, fui deshaciendo el palimpsesto infinito de mi piel hasta la última palabra, la primera.
Luego la pena de no haber entendido. Pero yo no sé si la pena era por él o por mí.
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