Una tarde marzo supe que estaba
muerto. Me tomó un momento acostumbrarme al hecho, pero -como siempre pasa con
lo irrevocable- al rato dejó de importarme y salí a la calle.
La primera persona que vi
fue un señor de traje gris esperando el bus. Me senté a su lado, hablamos del
clima, de la economía, de banalidades, y como el bus tardaba le invité una
cerveza.
Entramos al primer bar y
me contó su historia, era triste y desolada, yo le dije que estoy muerto y rió
con sorna, le invité a visitar mi tumba y aceptó, “no sé donde me enterraron –le
dije-, tendríamos que recorrer el cementerio”, “no es problema -me dijo-, cuando estás borracho
lo mejor es conversar con los muertos”.
Caminamos un buen rato
leyendo lápidas, él leía los nombres en voz alta entre entre risas e hipos, pero de
pronto se quedó petrificado. “¿Qué pasa?”, pregunté. No contestó, sólo levantó
un dedo hacía una lapida, leí el epitafio, era su nombre. Me pidió que volvamos
al bar.
Bebimos toda la noche en
silencio hasta que el dueño nos echo a la calle.
Aún estábamos sobrios.
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