17/3/12

Tiene su maña



Hace años vivo solo, así acabaré mis días. A veces creo que fue por propia decisión, pero sería más sensato aceptar que la casa lo decidió por mí. Ahora, aunque quisiera compartir mi soledad con alguien, me sería imposible -le sería imposible también a cualquiera habitar conmigo, tan complejo es el mecanismo de mi cárcel (no debería usar esa palabra, pero mientras más reflexiono al respecto me parece la más exacta).

Todo empezó con la muerte de mis padres. Yo y mi hermano recibimos una suma inesperada como herencia. Retiré todo el dinero y me encerré en mi cuarto a contemplar las dos maletas repletas de billetes, era una suma espeluznante. Durante días no supe que hacer, mi hermano quería dar la vuelta al mundo, me invitó a acompañarlo “podríamos pasar por todas las ciudades del globo y alojarnos en los mejores hoteles y aún nos sobraría algún dinero” me dijo. Decliné la invitación, nunca me gustaron los viajes, no me gusta tratar con desconocidos y en el extranjero los desconocidos lo son aún más.

Finalmente decidí edificar una casa, una construcción simple: dos dormitorios –uno para mí, otro para invitados-, ambos con su propio baño; sala, comedor, baño social, cocina, cuarto de lavado, depósito de herramientas, porche, jardín y patio trasero. El resto del dinero lo dejé en un banco y contraté un gestor que me envíe provisiones y pague a una sirvienta que se encargue semanalmente de la limpieza.

Apenas instalado comenzó el sitio, es la mejor palabra, aunque ningún ejército asedió la casa, la casa me cercó. Se inició con un pequeño desperfecto en la cerradura que me impedía llavear completamente el baño. Por desidia no llamé al cerrajero, y para evitarme la desagradable posibilidad de que él, al girar la llave para comprobar el desperfecto, lo hiciera sin problemas, sucede a menudo en estos casos, y no soporto esa mirada de reprobación, como acusándome de haberlo hecho venir por nada, por un problema mío y no de su incumbencia. Así, probando y probando, descubrí que forzando ligeramente la llave hacia la izquierda todo funcionaba perfectamente.

Luego vino el invierno. Con las primeras lluvias comencé a tener problemas con la ventana de mi cuarto. A veces no podía cerrarla sino con grandes esfuerzos; más de una vez decidí dormir en el cuarto de invitados ante su obstinación por batir sus hojas al viento. Tampoco llamé a nadie para solucionarlo. Con el paso del tiempo me percaté de que era más fácil abrir y cerrar la ventana de día que de noche, de tarde que de mañana, los días de sol que los días de lluvia, y me resultó evidente –como a usted que lee estás páginas- que la madera absorbía la humedad del ambiente y se engrosaba impidiendo abrir o cerrar las ventanas; desde entonces, todos los inviernos, las cierro hacia las tres de la tarde.

Poco después mi hermano me escribió anunciándome su retorno al país. Lo invité a quedarse conmigo, estaba orgulloso de mi casa y aún no había tenido la oportunidad de recibir a nadie. Pasamos una semana estupenda mientras narraba su experiencia, escuchábamos los álbumes de música y veíamos  las películas que había traído consigo. Un día nos alcanzó la noche mientras jugábamos una partida de ajedrez en su cuarto; cuando la luz ya no bastaba me puse de pie para encender la lámpara, pero al accionar la llave no pasó nada. “Esperá, tiene su maña” me dijo mi hermano, y él mismo la encendió. Volvió como si nada al juego, que yo perdí inmediata y estúpidamente, no podía pensar más que en la maña de la luz, ¿cuál sería? ¿Habrían otras cosas en ese cuarto que funcionaran con mañas? ¿Qué arcanos debía develar para que ese cuarto me permita habitarlo? Sentía que no estaba en mi casa, sino en la casa de mi hermano, que sin su beneplácito no podría moverme libremente por la habitación.

No sé si esa revelación tornó hosca mi actitud, pero a los pocos días mi hermano me anunció que adelantaría su partida. No discutí. Esperaba ansioso que se marche para escudriñar el cuarto que me había arrebatado. Pronto dominé la técnica de la llave de luz –debía mantenerla presionada unos segundos hasta que el foco se encienda-, y luego de establecerme allí durante ocho meses supe que la ventana del baño también tenía un modo especial de abrirse –había que hacer palanca con un cepillo de dientes o un peine antes de girar la falleba.

Decidí no volver a invitar a nadie para asegurarme el dominio de mi casa, mi hermano volvió algunas veces más al país, pero yo inventaba excusas para no recibirlo. Finalmente dejó de insistir. Me sigue escribiendo cartas a pesar de todo, pero sus palabras parecen de otro tiempo, hablan de mar, de ríos, playas, desiertos.

Me sentí mejor por un tiempo, pero no había tomado en cuenta a la sirvienta. Su presencia silenciosa la había tornado invisible, una tarde, sin embargo, sentado en el porche mientras ella se dedicaba a podar las rosas, la vi tocar de un modo extraño la caja en donde guardaba las herramientas de jardinería, le pregunté que hacía y me dijo “se deformó un poco porque una vez la forcé al cerrar, pero no se preocupe, sólo tiene que mover un poco la tapa hasta escuchar un clic, y ya cierra”. La despedí en el acto y le ofrecí la paga de dos años si me explicaba que otras pequeñas mañas había descubierto en mi casa. Me explicó que si se abría toda la llave del agua, el grifo de la cocina goteaba sin cesar; que no debía estirarse hasta el límite la cadena de la cisterna del baño social; y que había puesto un calce al lavarropas porque sin uno se arrastraba un poco. Me juró una y otra vez que eso era todo, pero quizá olvidó u ocultó algo. Desde entonces realizo esas tareas yo mismo y aún no encontré nada fuera de lo común.

Imagino un elefante, un gran elefante africano cuidado desde pequeño por un hombre abocado exclusivamente a domesticarlo y amaestrarlo. Con el tiempo, este elefante reconoce cada sutil gesto del domador como una orden, y el domador, por su parte, reconoce cada capricho del elefante por mínimos gestos. Imagino un soberbio espectáculo en el circo, invitan a alguien del público a guiar al elefante, y el elefante realiza las más complicadas tareas –siguiendo en verdad los gestos invisibles del domador. Un día el domador enferma gravemente y no puede salir de la cama, los productores del espectáculo, creyéndolo dispensable, deciden seguir con la función –que ha devenido central. Esa noche, sin embargo, cuando el elefante sale a escena no sigue las órdenes de ningún espectador, otros domadores intentan obligarlo, pero sólo logran enfurecerlo hasta que destruye el circo pisoteando a varias personas, lo persigue la policía, lo alcanzan, el elefante muere bajo una lluvia de balas. El domador, que no conoce otro oficio que trabajar con su elefante, reparte el resto de su vida entre la mendicación y la borrachera.

Así imagino mi casa: sin mí, nadie llegaría siquiera a cruzar la sala, no sabría encender las luces, abrir las puertas, echar a andar la calefacción, estirar la cadena, bajar las persianas. Y yo, que dediqué mi vida a entender sus mañas, no sabría como habitar otro sitio. No me resta sino esperar el día que sus muros caigan sobre mí y me liberen. Rezo por que ese día llegue pronto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario