Hace años vivo solo, así acabaré
mis días. A veces creo que fue por propia decisión, pero sería más sensato
aceptar que la casa lo decidió por mí. Ahora, aunque quisiera compartir mi
soledad con alguien, me sería imposible -le sería imposible también a
cualquiera habitar conmigo, tan complejo es el mecanismo de mi cárcel (no
debería usar esa palabra, pero mientras más reflexiono al respecto me parece la
más exacta).
Todo empezó con la muerte de mis
padres. Yo y mi hermano recibimos una suma inesperada como herencia. Retiré
todo el dinero y me encerré en mi cuarto a contemplar las dos maletas repletas
de billetes, era una suma espeluznante. Durante días no supe que hacer, mi
hermano quería dar la vuelta al mundo, me invitó a acompañarlo “podríamos pasar
por todas las ciudades del globo y alojarnos en los mejores hoteles y aún nos
sobraría algún dinero” me dijo. Decliné la invitación, nunca me gustaron los
viajes, no me gusta tratar con desconocidos y en el extranjero los desconocidos
lo son aún más.
Finalmente decidí edificar una casa,
una construcción simple: dos dormitorios –uno para mí, otro para invitados-,
ambos con su propio baño; sala, comedor, baño social, cocina, cuarto de lavado,
depósito de herramientas, porche, jardín y patio trasero. El resto del dinero
lo dejé en un banco y contraté un gestor que me envíe provisiones y pague a una
sirvienta que se encargue semanalmente de la limpieza.
Apenas instalado comenzó el
sitio, es la mejor palabra, aunque ningún ejército asedió la casa, la casa me
cercó. Se inició con un pequeño desperfecto en la cerradura que me impedía
llavear completamente el baño. Por desidia no llamé al cerrajero, y para
evitarme la desagradable posibilidad de que él, al girar la llave para
comprobar el desperfecto, lo hiciera sin problemas, sucede a menudo en estos
casos, y no soporto esa mirada de reprobación, como acusándome de haberlo hecho
venir por nada, por un problema mío y no de su incumbencia. Así, probando y
probando, descubrí que forzando ligeramente la llave hacia la izquierda todo
funcionaba perfectamente.
Luego vino el invierno. Con las
primeras lluvias comencé a tener problemas con la ventana de mi cuarto. A veces
no podía cerrarla sino con grandes esfuerzos; más de una vez decidí dormir en
el cuarto de invitados ante su obstinación por batir sus hojas al viento.
Tampoco llamé a nadie para solucionarlo. Con el paso del tiempo me percaté de
que era más fácil abrir y cerrar la ventana de día que de noche, de tarde que
de mañana, los días de sol que los días de lluvia, y me resultó evidente –como
a usted que lee estás páginas- que la madera absorbía la humedad del ambiente y
se engrosaba impidiendo abrir o cerrar las ventanas; desde entonces, todos los
inviernos, las cierro hacia las tres de la tarde.
Poco después mi hermano me
escribió anunciándome su retorno al país. Lo invité a quedarse conmigo, estaba
orgulloso de mi casa y aún no había tenido la oportunidad de recibir a nadie.
Pasamos una semana estupenda mientras narraba su experiencia, escuchábamos los
álbumes de música y veíamos las
películas que había traído consigo. Un día nos alcanzó la noche mientras
jugábamos una partida de ajedrez en su cuarto; cuando la luz ya no bastaba me
puse de pie para encender la lámpara, pero al accionar la llave no pasó nada. “Esperá,
tiene su maña” me dijo mi hermano, y él mismo la encendió. Volvió como si nada
al juego, que yo perdí inmediata y estúpidamente, no podía pensar más que en la
maña de la luz, ¿cuál sería? ¿Habrían otras cosas en ese cuarto que funcionaran
con mañas? ¿Qué arcanos debía develar para que ese cuarto me permita habitarlo?
Sentía que no estaba en mi casa, sino en la casa de mi hermano, que sin su
beneplácito no podría moverme libremente por la habitación.
No sé si esa revelación tornó
hosca mi actitud, pero a los pocos días mi hermano me anunció que adelantaría
su partida. No discutí. Esperaba ansioso que se marche para escudriñar el
cuarto que me había arrebatado. Pronto dominé la técnica de la llave de luz –debía
mantenerla presionada unos segundos hasta que el foco se encienda-, y luego de
establecerme allí durante ocho meses supe que la ventana del baño también tenía
un modo especial de abrirse –había que hacer palanca con un cepillo de dientes
o un peine antes de girar la falleba.
Decidí no volver a invitar a
nadie para asegurarme el dominio de mi casa, mi hermano volvió algunas veces
más al país, pero yo inventaba excusas para no recibirlo. Finalmente dejó de
insistir. Me sigue escribiendo cartas a pesar de todo, pero sus palabras
parecen de otro tiempo, hablan de mar, de ríos, playas, desiertos.
Me sentí mejor por un tiempo, pero
no había tomado en cuenta a la sirvienta. Su presencia silenciosa la había
tornado invisible, una tarde, sin embargo, sentado en el porche mientras ella
se dedicaba a podar las rosas, la vi tocar de un modo extraño la caja en donde
guardaba las herramientas de jardinería, le pregunté que hacía y me dijo “se
deformó un poco porque una vez la forcé al cerrar, pero no se preocupe, sólo
tiene que mover un poco la tapa hasta escuchar un clic, y ya cierra”. La
despedí en el acto y le ofrecí la paga de dos años si me explicaba que otras
pequeñas mañas había descubierto en mi casa. Me explicó que si se abría toda la
llave del agua, el grifo de la cocina goteaba sin cesar; que no debía estirarse
hasta el límite la cadena de la cisterna del baño social; y que había puesto un
calce al lavarropas porque sin uno se arrastraba un poco. Me juró una y otra
vez que eso era todo, pero quizá olvidó u ocultó algo. Desde entonces realizo
esas tareas yo mismo y aún no encontré nada fuera de lo común.
Imagino un elefante, un gran
elefante africano cuidado desde pequeño por un hombre abocado exclusivamente a
domesticarlo y amaestrarlo. Con el tiempo, este elefante reconoce cada sutil
gesto del domador como una orden, y el domador, por su parte, reconoce cada
capricho del elefante por mínimos gestos. Imagino un soberbio espectáculo en el
circo, invitan a alguien del público a guiar al elefante, y el elefante realiza
las más complicadas tareas –siguiendo en verdad los gestos invisibles del
domador. Un día el domador enferma gravemente y no puede salir de la cama, los
productores del espectáculo, creyéndolo dispensable, deciden seguir con la
función –que ha devenido central. Esa noche, sin embargo, cuando el elefante
sale a escena no sigue las órdenes de ningún espectador, otros domadores
intentan obligarlo, pero sólo logran enfurecerlo hasta que destruye el circo
pisoteando a varias personas, lo persigue la policía, lo alcanzan, el elefante
muere bajo una lluvia de balas. El domador, que no conoce otro oficio que
trabajar con su elefante, reparte el resto de su vida entre la mendicación y la
borrachera.
Así imagino mi casa: sin mí,
nadie llegaría siquiera a cruzar la sala, no sabría encender las luces, abrir
las puertas, echar a andar la calefacción, estirar la cadena, bajar las
persianas. Y yo, que dediqué mi vida a entender sus mañas, no sabría como
habitar otro sitio. No me resta sino esperar el día que sus muros caigan sobre
mí y me liberen. Rezo por que ese día llegue pronto.
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