6/4/12

la ciudad y las moscas


para il bato

El terremoto abrió una grieta en la avenida central, la ciudad parecía el Gran Cañón en blanco y negro rodeado de montículos sepia: los ladrillos de las casa derribadas.

Aquí y allá un brazo, una pierna, una cabeza partida saliendo de los escombros, una cañería rota, y el constante zumbido de las moscas. Algunas explosiones en la planta nuclear conmovían de tanto en tanto el suelo, tintineaban vidrios y terminaba de caer una pared.  

Pocas horas después llegaron los de “Perséfone en cueros”, una suerte de secta que siempre estaba atenta al noticiario para llegar antes que nadie a las catástrofes y poder violar los cadáveres mientras sigan calientes.

Por temor a la radiación nadie más se acercaba al pueblo, y durante días se vio gemir sobre cuerpos semiabiertos a una veintena de muchachos, les gustaba meterse en las heridas, penetrar los ojos hasta escucharlos explotar, para esa altura ya habían perfeccionado sus técnicas, pero nunca habían tenido tanto tiempo libre, podían jugar al bondage con los intestinos, o meter la cabeza de una muerta en la vagina de otra, y la cabeza de otra en la vagina de la última, y así ir armando un ciempiés gigante (llegaron a cinco cuadras antes de aburrirse). 

Las moscas bailaban agradecidas.

Luego de una semana todos eran una costra de sangre apestosa. Fueron a ducharse en una fuente que seguía surgiendo en la plaza central. Sólo entonces lo notaron, su piel se había vuelto dura, escamosa, negra, las manos parecían velcro,  pequeñas alas  comenzaban a brotarles en la espalda. 


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