Del sueño conservaba
pocos recuerdos -una constante sucesión de rojos, manchas, quizá sus manos-, la
trama se rompió al esquilar el despertador, pero el vértigo permanecía, el
vértigo y cierta opresión en la garganta.
Lo soportó estoico
como lunes, ignorándolo sumergido en el trajín de notas y memorandos, pero
llegó al limbo entre las 11:30 y las 13:00, zona pastosa donde el tiempo se
ralentaba, cuando el trabajo del día acababa pero no el horario de oficina. El sopor
pesaba en su frente y pronto dormitaba. En cada cabeceo volvían las imágenes,
los contornos ahora nítidos eran
familiares, dependencias de la agencia, ciertamente, pero en rojo,
baldeadas con sangre y entrañas como trastienda de una carnicería.
El sol perfilaba
en las baldosas las ventanas revelando motas de polvo, pensó en la pereza y el
caos de sistemas solares, en la danza borracha de obesos mórbidos, en los ojos
de su jefe explotando, abrecartas goteando sangre de secretaría, compañeros de
trabajo en desbandada, tropezando, cayendo, gritando en un dédalo de cubículos,
en una constante sucesión de rojos, clavar, quemar, pisar, cortar, tajear,
morder, partir, rasgar.
Despertó. Ya las
13:30. No debía quedar nadie en el piso. Guardó la portátil y se encascó los
audífonos del reproductor. Un vallenato cubrió los pocos gemidos que le
pudieran alcanzar mientras enfilaba de memoria a los ascensores.
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