30/3/10

Un encuentro


La tierra entonces era un desierto con grandes oasis aquí o allá, pero si uno no conocía donde encontrarlos, era como navegar por el mar sin brújula, podían pasar meses y años antes de toparse siquiera con un continente.

En uno de esos oasis vivía un viejo maestro. Se decía a sí mismo maestro sólo por costumbre, hacía años que no tenía a quien enseñar. En verdad hacía años que no veía a ningún otro hombre o animal, y pensaba que era quizá el último ser sobre la tierra. Aquel lugar era triste, pero apacible, parecía una pequeña ciudad, de la que era difícil decir si estaba en ruinas, o si había sido abandonada ante de que su construcción concluya. En verdad a su único habitante no le importaba, se contentaba con hacer rebotar piedras en un estanque y cantar las canciones que aún recordaba.

Era muy bueno haciendo rebotar piedras, por aquel tiempo, el gran objeto de su vida consistía en hacer pasar botando la piedra de un lado a otro del estanque. No era imposible, como no lo es nada que se conozca, pero tampoco nada particularmente fácil. Pero entonces no había nadie a quien preguntarle su parecer sobre el éxito o la necesidad misma de tal empresa, así que simplemente tomaba una piedra tras otra, y las arrojaba al agua. Eso no sería en verdad importante, ¿qué podía ser importante si el mundo había acabado y sólo quedaba un testigo ante los cascotes dormidos? Pero era eso lo que hacía aquella tarde que se encontró con el niño.

Había arrojado una piedra, y la seguía con la mirada, y la vio llegar al otro lado, y si bien nunca pensó en que haría cuando esa hora llegue lo normal habría sido que festeje de algún modo; sin embargo, allí donde la piedra se detuvo al otro lado del estanque, unos piececitos descalzos estaban plantados, los pies de un niño envuelto en unos viejos harapos que se inclinó y tomó la piedra. El maestro quedó quiso decir algo, pero guardó silencio, el niño ya comenzaba a rodear el estanque hasta él.

Mientras veía el pequeño cuerpecito andando, pensó en algo que quizá había oído hace mucho tiempo: “todo ocurrió alguna vez por vez primera y luego se repitió hasta llegar a nosotros, cada vez que haces un gesto, el peso de todas las veces que ese gesto se realizó mueve tu mano y es como la primera vez, y al mismo tiempo es por primera vez, porque tu mismo no lo habías hecho”. Al borde de aquel estanque sin nombre, el niño alzó por primera vez los ojos para ver el rostro del anciano, y aquel gesto ocurría por primera vez en la historia, pero estaba condenado a repetirse eternamente. Y como sí leyese la mente del maestro, que se preguntaba quién era y que hacía allí el pequeño, el niño dijo:

-No tengo nombre, he venido a ser tu aprendiz.

El anciano lo miró, y si bien resultaba absurdo, esas palabras lo justificaban a sí mismo, que se decía maestro. Le tendió la mano y dijo:

-Ven, primero necesitas algo de ropa y comida.

*

Por el camino hasta aquella construcción en la que había improvisado su hogar el maestro pensó en qué podría enseñar al pequeño. En verdad había estudiado largamente filosofía, religión, y ciencias, pero creía que todo aquello era un sinsentido, pues era eso lo que había llevado al hombre a destruirse. Bueno, en verdad no sabía qué había llevado al hombre a destruirse, pero en todo caso, ni la religión, ni la ciencia, ni la filosofía lo habían impedido.

Por otro lado, su única gran pasión habían sido los libros, y mientras arreglaba unas telas para hacer una ropa al niño, supo que lo que debía hacer era contarle historias: historias simples para explicar las cosas que los rodeaban, ahora que la historia propiamente dicha parecía haber terminado. Así, mientras el niño comía un poco de pan que le había dado, el maestro comenzó a narrar:

“Un viejo monje vivió años manteniendo encendido un fuego a los dioses. El padre creador, satisfecho con él, bajó un día y en recompensa a su devoción le entregó un libro que contenía todo el saber del universo, lo que había ocurrido, lo que ocurría, y lo que ocurrirá. El anciano agradeció y el dios volvió a los cielos. Ya solo, hojeó el volumen, arrancó una página y la arrojo al fuego. Vio que ardía bien y quedó conforme.”

“Por qué lo hiso?” interrumpió el pequeño.

“Por qué crees que lo hiso” dijo el maestro, y sintió que merecía un poco ese nombre.

“Quería mostrar a los dioses que era capaz de sacrificar aún el bien más preciado en su honor”, contestó el discípulo.

“No, no fue por eso” dijo el maestro.

“Creía que ningún hombre, ni aún el más santo, podía ostentar tal poder sin peligro para los demás”, dijo entonces.

“Nada de eso” contestó el maestro.

“Temió enloquecer al leer todo lo que le ocurriría”.

“Ni siquiera podía nacer tal pensamiento en su cabeza”, dijo el maestro.

“Por qué quemó entonces el libro”, preguntó al final el niño.

Y el maestro contestó: “Porque no sabía leer”

Al niño le brillaron los ojos, y el maestro sintió un dulce calor en el pecho. “Yo sé leer” dijo, y el maestro sonrió.

“Y sabes que es lo importante de todo eso?”

“Qué?” dijo el niño.

“Adivina” dijo, y el pequeño pensó un buen rato.

“Se abolió el destino?” dijo dudando.

“De ningún modo –dijo el maestro- el libro estaba escrito para siempre, que se haya quemado no cambió en nada el hecho de que haya existido”

“Pero entonces no hay forma de comprobar si lo que ocurre es lo que el libro dijo que ocurriría” dijo el niño.

“Exacto” contestó el maestro, y agregó: “todo lo que hacemos está escrito en un libro que ya no puede leerse, no hay forma de saber lo que ocurrirá, ni lo que dejará de ocurrir, pero todo puede ocurrir sólo de una forma, no hay otra opción.”

El semblante del niño ensombreció, y el maestro se apresuró en tranquilizarlo.

“Pero en eso está el goce de todo, vivir es como leer en ese libro”

El niño lo miró intrigado.

“Cuando lees un libro –continuó el maestro- las letras están ahí, y no cambian, sin embargo, cuando las lees por primera vez, nunca lo habías leído antes, verdad?”

El pequeño asintió.

“Aunque las letras estaban ahí desde antes” completó el maestro. Y el niño agrego:

“Y estarán ahí para siempre”

“Y estarán ahí para siempre” repitió el maestro y sintió que el sueño le ganaba.

“Pero ahora es hora de dormir -dijo al pequeño- mañana acabaremos tu nueva ropa”.

En la casa en la que estaban tenía el maestro varias camas, y destinó al pequeño aprendiz una que en su tiempo probablemente también fuera de un niño. El pequeño se acostó y se durmió casi al instante. El maestro ya semidormido fue a su cama, y también se perdió pronto en los laberintos del sueño.


3 comentarios:

  1. Siempre pido que me cuenten cuentos, y la mayoría de las veces yo voy, los busco y los leo; hoy sin embargo, al realizar la segunda opción me pareció ser la primera, sentí que alguien me lo decía, es fantástico. ¿el niño tiene nombre?

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  2. hola, me siento honrado ^^.

    ni el niño ni el maestro tienen nombre, y creo que eso seguirá así.

    espero que le sigan gustando los capítulos siguientes.

    saludos!

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  3. wow...yo soy muy avida lectora de novelas de estilo fantastico y me parecio como una mezcla de Star Wars y el Principito pero en otro nivel...me encanto

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