Era la tarde del 30 de julio y yo
lavaba el auto de mi padre. Tenía once años. Sintonicé Radio
Venus, que emitía un especial por el día de la amistad. La gente
llamaba y salía al aire como siempre. En una de ésas, un muchacho
dijo “quiero cantarte algo, Laura”, y le dedicó las dos primeras
estrofas de una canción que nunca había oído antes. La
interpretación fue a capella y espantosa, sin embargo quedé
hechizado. Apagué la radio y volví a cantarla una y otra vez para
memorizarla. Se la canté a todos mis conocidos, ninguno sabía qué era.
Pasaron años, a veces la canción
volvía a mi cabeza. Llegué a pensar que la había soñado. Ya en el
colegio quise estudiar guitarra clásica y comencé a hablar con un
compañero que lo hacía. Se llamaba José. Ambos solíamos píar
apenas se presentara la oportunidad. Íbamos a la plaza a reunirnos
con amigos de otros colegios, tomábamos caña, fumábamos y él
tocaba la guitarra. Una de ésas mañanas tocó la canción.
-¿Cómo se llama ésa?- pregunte.
-Canción para mi muerte- me dijo.
-¿De quién?
-De Sui Géneris.
Corrí a las tiendas de discos, busqué
en todas, ninguna tenía nada de ellos. Pasaron otros dos años,
siempre pedía a José que tocara esa canción. A las reuniones se
sumaba cada año más gente, y así conocí a Abel. A él también le
gustaba el grupo y cuando le dije que nunca había escuchado las
grabaciones originales me prestó un cassette. El día que lo tuve no
me saqué los auriculares del walkman para nada, gasté al
menos tres pares de pilas “Gato” escuchando una y otra vez la
cinta.
Pronto el CD se convirtió en un
producto accesible y salieron revistas con compilados de música. Un
día compré una que traía algo de Sui Géneris, la misma traía una
nota sobre un disco de Spinetta: Artaud. Decía que era un disco
inspirado en un famoso poeta francés y en Van Gogh, no decía mucho
más, pero traía una lista de las canciones y los títulos me
parecieron tan sugerentes... Conseguir el disco era una fantasía
absurda y conseguir algún libro de Artaud no parecía más
fácil, nunca había oído hablar de él ni había visto su nombre a
pesar de que semanalmente recorría todas las librerías.
De vuelta pasó el tiempo y otra vez
por casualidad, en India Guapa Libros, donde solía comprar casi
todas las semanas a la salida del trabajo, vi un volumen gris verdoso
con el retrato de un hombre hecho de arrugas y greñas. Decía en
letras grandes “Artaud – Textos”.
Lo llevé, lo leí y no me gustó. Pero
tampoco podía dejar de leerlo.
No se parecía a nada de lo que
conocía. La generación del 27, el modernismo, los románticos
europeos, los simbolistas, la poesía latinoamericana, los clásicos,
gran parte de los premios Nobel eran mis lugares comunes, ésto era
otro planeta.
Seguí leyendo. Todas sus palabras
atacaban ferozmente la cultura de la que yo era parte. Con los meses
y las relecturas aún no entendía qué proponía, pero ya sabía que
el camino que yo llevaba no era el correcto. Yo tenía diecinueve
años, había terminado el colegio, estaba preparándome para ser
profesor de artes marciales, ya trabajaba en una escuela que enseñaba
Taekwondo. Lo dejé todo de un día para el otro. Simplemente ya no
podía ver la vida como la veía antes.
De éso pasaron casi diez años. Lo que
se me reveló entonces me ha llevado a dedicarme a buscar algo que no
creo que exista. Y todo es culpa de Laura Martino.
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